He rescatado del baúl de los recuerdos las anotaciones que hice entonces, aquel septiembre de 2003, y he llegado a la conclusión de que aprendimos la primera lección del caminante a Santiago de forma rápida y sencilla: No hace falta tener todo tan previsto y tan estudiado porque una dosis de improvisación, de dejarte llevar, también es imprescindible. La verdad es que algunos de nuestros expertos peregrinos nos habían metido demasiado miedo en el cuerpo y eso lo teníamos muy presente. Así, el 27 de septiembre, tras dormir en el albergue juvenil en una habitación con la pareja británica de la cena, desayunamos en el Hostal Sabina y salimos, prácticamente corriendo, hacia Burguete, el primer pueblo del Camino, para cumplir nuestros iniciales 21,5 kilómetros hasta Zubiri, con un alegre caminar, previsto para dos etapas en un fin de semana, que consumaría nuestra primera ilusión.
Casi sin mirar atrás, abandonamos Orreaga-Roncesvalles por la senda paralela a la carretera, en medio de un bosque, que es una delicia para los peregrinos al comenzar la ruta hacia Compostela. Las señales eran inequívocas, a veces demasiadas, y no admitían pérdida del trayecto hasta alcanzar Burguete, la primera meta pero no la última. La verdad es que las principales sensaciones, tanto físicas como mentales, eran excelentes porque todo parecía más fácil de lo previsto: Por el momento, el recorrido no tenía pérdida, no había apenas carretera, el paisaje era agradable, la senda discurría plácidamente, sin grandes esfuerzos, y las endorfinas de nuestro Sistema Nervioso Central estimulaban el estrés de la felicidad caminera.
Por el alto de Mezkiritz pasamos silvando y en el descenso recogimos unos pocos hongos edulis, que encontramos al borde del sendero en el bosque, pensando en cocinarlos para la cena del domingo en casa, llegamos a Biskarret, el primer lugar previsto para el almuerzo de media mañana. Hasta este tentempié lo teníamos pensado aunque, rápidamente, nos dimos cuento de que no hacía falta cargar en la mochila con un copioso refrigerio porque en el pueblo había bar y tiendas suficientes para comprar alimentos. Si habíamos elegido este lugar para recuperar fuerzas era porque después de Lizoain comenzaba la ascensión al, según nos habían dicho, el temible alto de Erro.
Lo cierto es que tampoco fue para tanto. A Erro se sube, primero por una pendiente que asusta, a la salida de Lizoain, pero luego el camino se suaviza y entre sombras el caminar discurre por una pendiente no demasiado dura, al menos esta fue la sensación que experimentamos nosotros. Más penoso nos pareció el descenso hasta Zubiri, sobre todo la parte final y, como recuerdo, de esta primera jornada me quedó durante un tiempo un pellizco en el dedo índice, al cerrar una de las cancelas para el paso del ganado.
La entrada a Zubiri, por el renombrado puente de La Rabia, no presentó ninguna dificultad. El objetivo estaba cumplido en esta primera etapa y la experiencia había sido positiva. Sólo nos quedaba descansar y aplicar el primer ensayo en la segunda jornada y en futuros fines de semana.
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