El origen del mito de Valverde de Lucerna comienza con la llegada de un peregrino pidiendo cobijo y limosna, en una gélida noche de ventisca, al que nadie atendió, excepción de unas mujeres panaderas que le cobijaron y dieron pan. El insólito caminante ---cuentan--- era Jesucristo, y quien como castigo por la falta de caridad de los vecinos haría inundar el pueblo salvo la panadería de las mujeres; personalizada, hoy en día, en una pequeña isla que puede verse en el Lago de Sanabria. En realidad, esta leyenda «llega» trasladada en el siglo X desde el Bierzo por los monjes cistercienses de Santa Maria de Carracedo, hasta el monasterio de San Martín de Castañeda del pueblo de Galende, a quienes el rey de León, Sancho I «El Gordo», concede a los frailes la propiedad del lago y sus tierras cercanas, además, del derecho exclusivo de pesca; los aldeanos de Sanabria ni siquiera podían capturar truchas para mitigar el hambre.
- Ay, Valverde de Lucerna,
- hez del lago de Sanabria,
- no hay leyenda que dé cabria
- de sacarte a luz moderna.
- Se queja en vano tu bronce
- en la noche de San Juan,
- tus hornos dieron su pan,
- la historia se está en su gonce.
- Servir de pasto a las truchas
- es, aun muerto, amargo trago;
- se muere Riba del Lago,
- orilla de nuestras luchas.
Sin saberlo, el presagio escrito por Miguel de Unamuno se convierte en espantosa riada la noche del 9 de enero de 1959 en Ribadelago aniquilando la vida de 144 vecinos (recordados en un sencillo monumento) de los que sólo se rescataron 28 cadáveres; los restantes terminaron sumergidos en lo profundo de las aguas del lago sanabrés. El embalse de Vega de Tera se quebró por la chapuza realizada durante su construcción, por la mala calidad de los materiales utilizados, porque, en aquellos días había temperaturas de 18 grados bajo cero, y porque el director gerente ordenó llenar la presa hasta los topes, a pesar de las continuas filtraciones en el muro de contención. El resultado fue que más de ocho millones de metros cúbicos de agua, junto con árboles, barro, hielo y rocas, descendieron hasta Ribadelago asolando las casas del pueblo donde dormían sus pobladores.
Nunca se juzgó a ningún responsable de la administración franquista y los directivos sentenciados por el desastre resultaron, finalmente, indultados. Las indemnizaciones ofrecidas a los vecinos supervivientes fueron míseras y, además, les intimidaron tachándoles de «avariciosos». Franco ordenó construir una nueva población en una falda de la montaña que los vecinos adjetivan «Peña meada». Por allí, desperdigados, viven unas dos docenas de personas en el pueblo viejo y unas ochenta en el nuevo, a la que se puso por nombre Ribadelago de Franco, La última burla para entronizar la tragedia.
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