Volviendo a la leyenda del Papamoscas, una mañana de «invierno burgalés» el devoto Enrique III se encontraba rezando en la Catedral de Burgos cuando quedó paralizado por la presencia de una joven y bella muchacha, que también se hallaba orando en una capilla continua a la que él estaba. El monarca quedó enamorado de la lozana doncella y, cuando esta salió del templo, la siguió sigilosamente hasta descubrir la casa donde vivía. La escena se repitió, una y otra vez, durante algunos meses sin que mediara palabra entre los dos jóvenes, pero la muchacha decidió un día «tomar la iniciativa» y poco antes de llegar a su casa dejó caer su pañuelo, que Enrique recogió, pero que no hizo entrega, pues, prefirió guardarlo y ofrecer uno de los suyos. La muchacha y el tímido rey, sin mediar palabra y cruzando entre ellos una vergonzosa mirada, tomaron el camino de sus respectivas residencias, pero, de pronto, Enrique escuchó a su espalda un lamento comparable a un quejido que, a partir de ese momento, ya nunca olvidaría.
Al día siguiente, la doncella no apareció por la Catedral y el rey salió a buscarla a la casa donde la había visto entrar, pero, cuando preguntó por sus residentes, recibió como respuesta: «en esa casa hace tiempo que ya no vive nadie». Enrique quedó aturdido y afligido mientras en su mente se repetía el lamento de la chica, por lo que decidió encargar a un taller de relojeros venecianos una figura acompañada de un reloj con el fin de perpetuar el gemido de su amada en cada toque de campana; aunque, la verdad, el resultado logrado por el incompetente constructor del robot se alejó demasiado del deseo del monarca, el cual se encontró una grotesca imagen que lanzaba, abriendo exageradamente la boca, más un graznido que un grato suspiro cuando sonaban las horas.
Los feligreses que entraban en la Catedral burgalesa descubrieron la talla, que bautizaron como Papamoscas, pues, cuando sonaba la campana con las correspondientes horas, no podían evitar una carcajada al verle abrir la boca.
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