––¿Qué, almorzando un poco?
––¡Joder, vaya susto que me has dado! ––respondí, volviéndome.
––Bueno, bueno, no es para tanto. ¿Asusto o qué?
––Comprenderás que, con esas pintas, me hayas asustado ¿no? ––le dije.
––El hábito no hace al monje, kompañero. Los punkis hemos sido estigmatizados por nuestra forma de vestir, los fascistas y los kapitalistas nos han perseguido porque nuestra filosofía es libertaria; nuestros propios familiares y amigos no nos han entendido nunca; nuestra música, a los mortales como tú, os parece espeluznante; somos el hazmerreír de todo el mundo, incluso se ríen de nosotros hasta los marginados de la sociedad ––me soltó a la cara, mientras se agarraba el candado que le colgaba de la cadena del cuello.
––Es que no se puede ir contra todo el sistema establecido y, mucho menos, tan de cara como vais vosotros. ––dije, invitándole a sentarse a comer conmigo.
––Mira, ––continué–– rebeldes como vosotros, hemos sido todos. Cada generación tiene un movimiento respondón y a vuestra edad lo más idealista es querer cambiar el mundo; el ir contra corriente ha sido la filosofía de todas las generaciones de jóvenes de todo el mundo a lo largo de los siglos. Pero, al final, en muchos casos la persona cabal termina imponiéndose a través del pensamiento clásico y moderado y se pasa de nadar contra la corriente a dejarse llevar y aprovechar el oleaje. Es ley de vida.
Metidos en la conversación nos sentamos alrededor de la improvisada mesa y comenzamos a picotear. Gabriel, así se llamaba el punki, a sus 25 años llevaba en su mochila de la vida muchas experiencias, unas más limpias que otras, pero todas ellas de mucha enseñanza, como él mismo dijo en un momento de la conversación. Su presencia en un pueblo rural como Lintzoain tenía una explicación muy sencilla. El amor, esa fuerza de la naturaleza que todo trastoca, mueve y cambia de sitio, le había llevado hasta allí, siguiendo a una kompañera que había conocido hacía unos meses en Sanfermines.
––Mira tío, ––me explicó al poco tiempo de comenzar el almuerzo–– no te puedes fiar de las promesas, porque te quedas “tirao cual colilla de truja”. Pero no importa porque resurgiré de mis cenizas libertarias y volveré a fumarme la vida como si fuera humo.
Y Gabriel enganchó la botella de tinto navarro y le endilgó un largo trago que dejó el vidrio medio vacío. Menos mal, que había tenido la precaución de llenarme mi katillu antes de comenzar el amaiketako. Al paso que iba el almuerzo, mi mochila iba a perder bastante peso, aunque lo que de verdad comenzaba a preocuparme era pensar hasta dónde iba a seguir con mi nuevo compañero peregrino, porque ya me veía acompañado por lo menos hasta Pamplona.
––¿Porqué has escogido la vida de punki? ––dije intentando llevar la conversación por otros derroteros.
––Egske ––contestó arrastrando la frase–– yo soy ingeniero, bueno, no he terminado la carrera porque la colgué hace unos años para saborear la libertad. Cuando okupábamos casas abandonadas yo era el encargado de robar la chispa de donde fuera. El tema eléctrico se me ha dado bien siempre, desde niño; hasta en mi pueblo, Puertollano, mis padres me encargaban arreglar las cosas del bar que tenemos.
Gabriel, según me explicó, era un chico normal, oriundo de ese pueblo manchego portal del Valle de la Alcudia, de familia de clase media y sin apuros económicos, pues sus padres tienen un bar, que les va muy bien a pesar de la crisis de las minas de carbón de Puertollano. Buen estudiante en el bachillerato, decidió irse a Madrid, a la universidad, a estudiar ingeniería y volver a casa para colocarse en cualquiera de las centrales energéticas o en la floreciente industria que se desarrolla en Ciudad Real. Pero la capital absorbe y la rebeldía de la juventud se encauzó hacia complicados derroteros.
––Mis padres son muy liberales y siempre me educaron para que tomase mis propias decisiones –– explicó Gabriel–– pero Madrid me cambió la perspectiva de la vida.
Un chaval con 18 años, sin demasiados problemas de dinero, fuera de la influencia de sus padres, con valores a flor de piel, como libertad, amistad, fiesta, música y kolegas, termina por perderse en los vericuetos del camino, y abandonando el futuro que le han planificado sus progenitores. Para este momento de la conversación, ya habíamos terminado con el almuerzo, recogida la improvisada mesa, y los dos caminábamos cuesta arriba hacia el alto de Erro.
La opinión que tenemos muchas personas de nuestra generación sobre los punkis es bastante peyorativa, porque les vemos desastrosos, como un despojo de la vida, sin darnos cuenta que también pueden tener más valores de los que aparentan.
Al llegar a la pequeña explanada del Paso de Roldan, muy cerca de la cruz donde falleció un peregrino japonés, Grabiel se paró y se sentó en una piedra, diciendo:
––¿Qué, colega? ¿Nos fumamos un peta?
––No gracias, he dejado de fumar hace ya muchos años. Ya sabes aquello que dicen que el tabaco adelgaza y mata ––intenté meterle un poco de miedo.
––Ya, pero si no me he muerto hasta ahora, con lo que he pasado, no creo que mi cuerpo se moleste demasiado y aguantará algunos años más. ––contestó, sacando de uno de sus bolsillos una bolsita con tabaco, que parecía de pipa, pero era, posiblemente, una mezcla de todas las colillas del mundo, y un pequeño triangulito de color oscuro, que al alargar la mano para ofrecérmelo olía a mierda, mierda humana de la auténtica y verdadera.
Me senté a su lado, no sin antes calibrar el sentido del viento para no ser un fumador pasivo de porros. Y fue en entonces cuando el ruido de dos motoristas se nos acercó por el camino y, al menos a mi, su vista me secó la garganta y me aceleró el corazón hasta el punto de notar los latidos desde la boca del estómago hasta la carótida: Una pareja de la Guardia Civil venía hacia nosotros en sus motos «todo-terreno». Miré al cielo y supliqué mentalmente, por favor, Santiago, no me hagas esto, te prometo no beber más orujo hasta Pamplona.
––Buenos días ––saludó el que llevaba los galones de cabo, un hombretón de cara morena y curtida por el sol navarro, mientras su compañero, más joven, nos miraba con atención un par de metros más atrás desde el lateral izquierdo.
––Depende de cómo se mire ––respondió Gabriel sin darme tiempo a nada–– porque para mi son buenas tardes. Aquí mi kolega, ya me ha invitado a comer y vamos camino de la siesta. Estaba bueno el chorizo, ¿eh?
Y me lanzó una mirada de complicidad, al mismo tiempo que echaba una calada al peta, mientras yo no sabía qué hacer. Decidí encogerme de hombros y mirar al cabo con ojos de cordero degollado.
––Bien, muy bien, gracias. Todo muy bien….. me he encontrado con este chico, que ha ido a visitar a su novia en Lintzoain, y vamos camino de Zubiri al albergue de peregrinos. Ya sabe, el Camino de Santiago, la confraternidad y todas esas cosas…––aseguré, poniendo mi careto mas angelical.
––Bueno, bueno, ––interrumpió Gabriel–– que tampoco hay que dar tantas explicaciones.
––Está bien ––finalizó el cabo–– si tiene algún problema ya sabe dónde llamar. Que tengan Buen Camino.
Tragué saliva varias veces mientras veía a los dos policías alejarse por el sendero, camino de Zubiri. Miré a Gabriel, que continuaba, impertérrito, fumándose el canuto, que estaba ya quemando sus uñas.
––Eres la hostia, cabrón ––le dije muy enfadado–– ¿Cómo se te ocurre tratar así a la Guardia Civil? Todavía no entiendo como no nos han enchiquerado.
––¿Porqué? ¿por el peta? Pero si ellos también fuman. Mira tío, en más de una movida de okupas, cuando estaba encadenado por ejemplo a un water, he terminado quemando porros con la bofia, mientras esperábamos a que vinieran a descerrajarme.
Gabriel había estado en muchas movidas y manifestaciones de todo tipo, de política, de okupas, como la de la fábrica de la Hamsa de Barcelona, la de Lavapiés de Madrid y hasta en la de Barakaldo. No se había perdido una sola de las sonadas.
––Egske ––volvió a arrastrar las palabras–– me meto en todas las movidas sin quererlo, pero ya estoy cansado. Lo de la kolega me ha llegado al alma, muy dentro.
––Hombre, ––aseguré con seriedad–– creo que ya has corrido mundo suficientemente. Seguro que tus padres están deseando recuperar al hijo que enviaron a Madrid. ¿Saben por dónde andas?
Gabriel se quedó mudo y me dejó todo el peso de la conversación. No volvió a decir nada hasta que llegamos al Puente de la Rabia, a la entrada de Zubiri. Al contarle la historia de que los animales sanaban de la rabia al dar una vuelta al pilar del puente, se quedó parado y, tras unos segundos de vacilación, se deslizó hasta la base y se puso a rodear la columna del puente, mientras yo me reía por tamaña ocurrencia.
––Usted, haga el favor de subir aquí rápidamente. ––reconocí un vozarrón de Guardia Civil, a mi espalda.
En la entrada de Zubiri, los dos números de la Guardia Civil nos esperaban a cada lado del puente, con cara de pocos amigos. Mentalmente, volví a prometer no beber mas orujo, esta vez hasta Logroño, mientras me veía en el cuartelillo dando explicaciones sobre mi compañero peregrino, al que encontraban un par de kilos de hachís, le metían en el trullo y tiraban la llave al río.
––Es un buen chico ––me dirigí al cabo–– sólo está un poco desorientado en la vida, seguro que se encauza en poco tiempo, no sean malos, tengan un poco de paciencia con él. ¿Han oído hablar del arcángel San Gabriel? ¿no? pues su nombre significa «Héroe de Dios» así es el chaval, porque se llama Gabriel y eso, seguro que tiene algo que ver en su vida…..
No se lo que pude hablar ni decir, pero todo el mitin que lancé al cabo sobre Gabriel era bueno; ensalzando y exagerando al baldragas que subía del río y se sentaba en uno de los muros con los pies colgando, dejando que el agua gotease por los agujeros de sus botas.
––Documentación, enséñeme su documentación ––dijo el cabo–– y déjese de hacer de abogado de causas perdidas.
Le entregué mi DNI, que me devolvió casi sin mirarlo, y avanzó hacia Gabriel, que sacaba de una cremallera de la chamarra una cartulina descolorida y algo parecida a lo que en su tiempo había sido un Documento Nacional de Identidad. El cabo lo recogió y se fue a su moto a transmitir los datos del presunto delincuente por la radio, mientras el guardia civil más joven se colocaba frente a nosotros con la mano derecha ligeramente apoyada en el cinturón, muy cerca de su arma reglamentaria.
––Estos picoletos….––susurró Gabriel, mientras yo le fulminaba con la mirada.
––Papa, Orense, Roma…––deletreaba el cabo el apellido de mi kompañero peregrino–– Sí, has oído bien, Grabiel, ……jajajajaja….
El minuto de espera hasta la respuesta se hizo eterno. Parecía que el ordenador del cuartelillo de la Guardia Civil, en esos momentos, estaba conectado con la central de datos por fibra óptica a pedales. Finalmente, llegó la respuesta, «todo limpio» y respiré tranquilo.
El cabo se me acercó y me cogió por el hombro, llevándome unos metros adelante hasta la entrada de la plazoleta.
––Comprenda que nuestro trabajo es velar por la seguridad de ustedes, los peregrinos, que no les ocurra nada, que todo les vaya bonito y que lleguen a Santiago con bien. Y, en este caso, su compañía nos ha mosquedado. ¿Se hace cargo?
¡Cómo no! lo comprendía todo, pero no lo compartía. Los civiles, como les llaman los gitanos, hacían su trabajo y me tuve que callar por si acaso. Mientras, el cabo se dirigió hacia Gabriel con el DNI en la mano para devolvérselo.
––Toma, arcángel ––le soltó–– pórtate bien con este peregrino que si no lo haces, tendrás que vértelas conmigo. Y entrégame ese paquete de tabaco de pipa que llevas en el bolsillo. No vaya a ser que te siente mal, te ahogues y tengamos que llevarte a urgencias para hacerte una lobotomía. Ya sabes que el tabaco mata.
Gabriel, que no sabía callarse cuando era menester, sacó el paquetito del bolsillo y se lo entregó al cabo.
––Tenga, mi sargento ––alargó la mano–– que le aproveche. Aunque yo el cerebro lo tengo muy bien y no necesito que me toquen ni la cabeza ni la garganta.
––Cabo, hijo, cabo por el momento ––mientras abría el recipiente y lo dejaba caer al río Arga cual lluvia dorada, pues el picadillo de tabaco jugueteaba en el agua con los rayos de sol.
La china de hachís sonó, con un chof, de pronto, al entrar en el agua.
––Vaya, chaval, se te había metido una piedra en el paquete. ¡Menos mal! Porque estas porquerías nunca se sabe qué contaminación te pueden pegar ––terminó el guardia, yéndose hacia la moto y marchándose a la vez que levantaba la mano con un último saludo.
––Los picoletos ––barruntó Gabriel–– siempre vigilantes.
Y se echo la mano al bolsillo, sacando un peta ya liado, que se llevó a los labios para encenderlo.
No me llevé ninguna sorpresa, creo que hasta lo esperaba, y también le di una caladita para relajarme, para saber a qué sabía ¡a mierda! Porque mi nariz recogió el olor y no pude saborear nada de nada.
Suavemente, nos acercamos al albergue de peregrinos de Zubiri y trincamos un par de literas. La reconfortante siesta volvió a colocar las cosas en su lugar y al atardecer caminamos hasta el bar Gau Txori para cenar. Gabriel estaba serio, pensativo, ensimismado, como ausente.
––¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? ––pregunté.
––Nada, nada. No hago mas que acordarme de lo del puente. Egske, ––arrastró las palabras–– me ha dejao algo extraño aquí dentro.
Y, con la mano derecha plagada de chapitas anilladas en los dedos, se señaló el pecho en la zona del corazón.
No quise profundizar demasiado en sus pensamientos porque consideré que era mejor dejar a Gabriel que reflexionase y apaciguase su cabeza. Tal vez, el desengaño amoroso, el pisar el Camino de las Estrellas a Santiago, la magia del bosque navarro, los civiles y, ¿porqué no? la breve pero intensa compañía de un peregrino habían precipitado su mente hasta un estadio desconocido para su filosofía libertaria.
Por mi parte, cumplí mi promesa realizada en el Puente de la Rabia y no me tomé el consabido chupito de orujo al final de la cena, aunque mi vista llegara a vaciar mentalmente el que se estaba tomando Gabriel. Así que volvimos antes de las diez de la noche al albergue y nos fuimos a dormir.
––¡Eh!, jefe, me dejarías unas monedas, egske tengo que llamar a mi madre ––me desperté con la cara de Gabriel enfrente de la mía, susurrándome la petición.
–– ¿A las cuatro de la madrugada? Tu madre se asustará, ¿qué quieres? ¿matarla de un infarto?
––Tranki, kolega, que mi vieja es muy dura ––sonrío Gabriel.
Le alargué varias monedas y vi cómo salía al jardín del albergue en medio de la noche. Por la ventana, la luna me guiñaba un ojo en medio de dos nubes, que corrían hacia el Este. Suspiré profundamente y, afortunadamente, me dormí en unos segundos.
Al día siguiente, me desperecé, acordándome de mi kolega, Gabriel ¿dónde está?, me dije buscando su figura en la cama de al lado. Las dos mantas que había usado estaban apelotonadas en los pies, indicando una súbita huida. Me senté en la litera y pregunté a los peregrinos de al lado, pero nadie me dio su paradero, ninguno le había visto por la mañana. Me temí lo peor, pero no me faltaba nada; sólo su presencia.
Allí, en la página donde tenía anotados los detalles para la tercera etapa, encontré a mi punki, al Arcángel San Gabriel escribiendo un mensaje:
Querido kolega:
No se qué me ha pasado, pero soy otra persona. Me vuelvo a casa.
Y te juro que no estoy fumao.
Mi vieja me ha suplicado que vuelva, que me necesita. Y yo, de pronto, me he dado cuenta que también quiero estar con ella. Fíjate, que hasta echo en falta ver a mi padre, con todo lo burro que es y con las hostias que, seguro, me dará. Pero no me importa, me vuelvo a Puertollano.
Gracias por todo y, cuando llegues a Santiago, pídele que me vaya bonito en la vida. Si te acuerdas y sabes, reza algo por mi.
P/D: Lo de la rabia, funciona
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